Con esa última frase en sus labios, el 1º de marzo de 1870, en Cerro Corá, el Mariscal Francisco Solano López, herido, agotado y desangrado, medio ahogado, moribundo y anegada en sangre el agua inmunda del arroyo que, caído sentado, lo circundaba, recibió un tiro de Manlicher que le atravesó el corazón. Ahí quedó, muerto de espaldas, con los ojos abiertos y la mano crispada en la empuñadura de su espadín de oro –en cuya hoja se leía "Independencia o
Muerte"-.
“¡O, diavo do López!” [¡”Oh, diablo de
López!”], comentó el macaco recluta del
Imperio brasileño mientras pateaba el
cadáver. Las últimas palabras del Mariscal eran algo más que una metáfora: ya casi nada quedaba del Paraguay, toda su población masculina entre los 15 y 60 años había muerto bajo la metralla. Muchísimas mujeres y niños también, cuando no por las balas, por las terribles epidemias de cólera y fiebre amarilla, o simplemente sucumbieron de hambre.
Por supuesto, tampoco quedaron ni
altos hornos, ni industrias, ni fundiciones, ni inmensos campos plantados con yerba o tabaco, ni ciudad que no fuera saqueada.
Apenas si un montón de ruinas cobijaba a los fantasmales trescientos mil ancianos, niños y mujeres sobrevivientes. Se condenó al país a pagar fortísimas indemnizaciones por “gastos de guerra”. Paraguay perdió prácticamente la mitad de su territorio, que pasó a formar parte de Brasil y de Argentina (las actuales provincias de Misiones y Formosa).
Cinco años antes, al comenzar la guerra de la Triple Alianza, el Paraguay de los López era un escándalo en América. El país era rico, ordenado y próspero, se bastaba a sí mismo y no traía nada de Inglaterra... Abastecía de
yerba y tabaco a toda la región y su madera en Europa cotizaba alto. Veinte años había durado la presidencia del padre, don Carlos Antonio López, hasta su muerte en 1862, y desde entonces la del hijo Francisco Solano.
El Paraguay tenía 1.250.000 habitantes, la misma cantidad de la vecina Argentina de entonces (¡Se exterminó en la guerra nada menos que al 75% de la población!). El país era de los paraguayos. Ningún extranjero podía adquirir propiedades, ni especular en el
comercio exterior. Y casi todas las tierras y bienes eran del Estado.La balanza comercial arrastraba un saldo ampliamente favorable, y carecía de deuda externa.
Contaba con el mejor ejército de Sudamérica.
Tenía altos hornos y la fundición de Ibycu'i fabricaba cañones y armas largas. Funcionaba el primer ferrocarril de Latinoamérica, un telégrafo y una poderosa flota mercante.
El nivel de la educación popular también era el primero del continente.Además, Paraguay era un importante productor de algodón, materia prima que necesitaba el capitalismo inglés en su etapa de expansión imperialista para su industria textil, principal motor de su
economía.
El bloqueo al sur esclavista de la Confederación, que proveía de algodón a la industria inglesa, producido por la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865), hizo indispensable para los intereses británicos la destrucción de tal nación soberana.
Esos intereses manipularon al círculo de
influencia del emperador del Brasil y al
partido mitrista y la oligarquía porteña y montevideana, hasta promover el exterminio de todo un pueblo, que incluyó de paso a las montoneras argentinas.
Lo cierto es que la marcha final de siete
meses de los últimos héroes paraguayos hacia Cerro Corá, doscientas jornadas por el desierto, bajo el ardiente sol tropical, constituye una de las páginas más sórdidas pero también más gloriosas de la historia americana.
Soldados abrazados por la fiebre o por las llagas y extenuados por el hambre, sin más prendas que un calzón, descalzos porque los zapatos, como el morrión y las correas del uniforme, han sido comidos después de ablandar el cuero con agua de los esteros.
Todos están enfermos, todos escuálidos por el hambre, todos heridos sin cicatrizar. Pero nadie se queja. No se sabe adónde se va, pero se sigue mientras no sorprenda la muerte.
Conduce la hueste espectral el presidente y mariscal de la guerra Francisco Solano. Si no ha podido dar el triunfo a los suyos, les ofrecerá a generaciones venideras el ejemplo
tremendo de un heroísmo nunca igualado.
Cinco años después, el gran Paraguay de los López quedó hundido, con todo su pueblo, en los esteros guaraníes. Desde entonces el Foreing Office quedaría como dueño absoluto de la región y dejaría desarticulada, por lo menos durante un largo período que todavía
sufrimos, la posibilidad de integrar en una sola nación a la Patria grande.
La gran causa iniciada por Artigas en las primeras horas de la Revolución, continuada por San Martín y Bolívar al concretarse la Independencia,restaurada por la habilidad y energía de Juan Manuel de Rosas en los años del "sistema americano", y que tendría en el Gran Mariscal Francisco Solano López su adalid postrero.
Pero ya una año antes de Cerro Corá, viejo y pobre en su destierro de Southampton, don Juan Manuel de Rosas, que por sostener lo mismo que Francisco Solano López había sido traicionado y vencido en Caseros por los
mismos que traicionaron y vencieron ahora al mariscal paraguayo, se conmovió, profundamente emocionado, ante la heroica epopeya americana.
El Restaurador miró el sable de Chacabuco que pendía como único adorno en su modesta morada. Esa arma
simbolizaba la soberanía de América; con ella San Martín había liberado a Chile y a Perú; después se la había legado a Rosas por su defensa de la Confederación contra las agresiones de Inglaterra y Francia.
El viejo gaucho ordenó entonces que se cambie su testamento, porque había encontrado el digno destinatario del sable corvo de los Andes.
El 17 de febrero de 1869, mientras Francisco Solano López y el heroico pueblo Paraguayo se debatían en las últimas como jaguares decididos que se niegan a la derrota, Rosas testó el destino del "sable de la soberanía":
"Su excelencia el generalísimo, Capitán General don José de San Martín, me honró con la siguiente manda: La espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia será entregada al general Rosas por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria. Y yo, Juan Manuel de Rosas, a su
ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a su Excelencia el señor Gran Mariscal, presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos, la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible defender esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria".
La figura granítica del Mariscal López
Un hecho que ningún historiador serio puede negar, es que el heroico pueblo paraguayo siguió voluntariamente a Solano López en todas sus batallas y sacrificios hasta las últimas consecuencias.
Aquel pueblo a quien Mitre quería “liberar del tirano López”, lo siguió unánime hasta su fatal destino.
El 16 de octubre de 1869, tras largos años de lucha, trasladando los restos de su diezmado ejercito, hizo hacer un alto en el junto al arroyo Tandey'i. Ordenó que se formara el pequeño ejército cubierto de andrajos, que fielmente le seguía. Se cantó el Himno Nacional y luego habló López, con voz pausada y serena. Recordó las épicas jornadas
vividas y la gloria con que se habían cubierto los soldados paraguayos, y rindiendo homenaje al heroico general Caballero que estaba a su lado, agregó: "Si yo llego a desaparecer, aquí tenéis a mi reemplazante. Y yo os recomiendo en esta hora amarga de mi vida, que le améis, como yo le amo, y que le sigáis confiado, como me seguís...” (O´Leary.
Bernardino Caballero.p.28 – AGM.t.II.p.360)
En su largo peregrinaje hasta su destino final en Cerro Corá, era
seguido por los restos de su ejército y su pueblo que seguían adheridos a su gigantesca figura, hasta inmolarse como cumpliendo un pacto sagrado. El éxodo de todo un pueblo, hombres, mujeres, ancianos y niños, siguiendo los pasos del ejercito nacional, es una de las páginas más sublimes de la historia universal.
Pero la mentalidad liberal no puede o no
quiere comprender o admitir tanto heroísmo en defensa de su patria y de su libertad. Gelly y Obes, general en jefe del ejército argentino, le escribía al ministro de guerra desde Lomas Valentinas: “Una fuerza de caballería
se desprenderá sobre Cerro león con el objeto de capturar a López, lo que talvez no sea posible por tenerse noticia de que trata de salir del pais inmediatamente”.
Esa era la ilusión de Mitre, acaparador de derrotas: le humillaba el valor de López y le carcomían los celos ante esa figura inmensa y legendaria.
Cuando creyó que estaba cerca de la victoria, Mitre le escribe a Gelly y Obes: “Estrechado por los victoriosos ejércitos que lo persiguen, ha de buscar al fin su salvación en la fuga, puesto que no ha tenido ni aún el triste coraje
de buscar entre sus soldados una muerte, si no gloriosa, al menos digna para el que ha sacrificado todo un pueblo a sus desacordadas aspiraciones”.
Nada más absurdo y cínico dicho por alguien como Mitre, que en las letras transformaba sus derrotas en victorias (Pavón), sus huidas en “heroicas retiradas” (Cepeda) y echándolo la culpa al “desierto inconquistable” por su derrota ante un puñado de indios (Sierra Chica).
Pero el Mariscal López no le daría el gusto a Mitre de huir cobardemente como el, y su figura granítica se iba agrandando en proporción a sus contrastes, y en ningún momento pensó en huir, ni cruzo ningún temblor en su rostro imperturbable y sereno.
¡Viva Paraguay!
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