Estas historias reales de la guerra de la triple alianza que se desarrollo entre 1865 y 1870 fueron recopiladas por Juan Emiliano O'leary allá por el año 1900, cuando eso todavía era un tabú hablar de la guerra, y este escritor vino a encender la chispa del reconocimiento a estos héroes a través de testimonios de los sobrevivientes. He aquí uno de esos relatos...
Después de la batalla de Ytororo (6 de noviembre de 1868) el general Bernardino Caballero movió a su gente hacia el arroyo Avay, acampando al otro lado del paso principal.
Esta posición no ofrecía ventajas algunas de ninguna clase, pero era la más abrigada que podía encontrarse en las vastas cuchillas villetanas.
La ocuparon los paraguayos por falta de otra mejor, y, sobre todo, cumpliendo órdenes terminantes del Mcal. López.
No se trataba de vencer al enemigo. Solo se trataba de embarazar su avance arrollador, mientras defendíamos precipitosamente nuestro nuevo frente en Lomas Valentinas. Tal fue el único objeto de la batalla que acababa de librarse en el desfiladero de Ytororo -las Termópilas del Paraguay- y tal iba a ser el fin de la que iba a librarse de un momento a otro.
Caballero ocupaba así un puesto de sacrificio, dependiendo de el la suerte de nuestro ejercito.
Pero no sintió ni un solo instante desaliento.
Alegre y decidido, miro tranquilo el porvenir, disponiéndose al sacrificio, sin dudas, sin temores.
Lo seguro era morir. Pero la muerte no era, por cierto, la peor de las probabilidades en aquellas horas terribles, de cruento sacrificio.
Hacia rato que los paraguayos miraban a la muerte como una liberación...
En la tarde del 8 de diciembre nuestras tropas estaban ya atrincheradas junto al puente del Avay.
Después de recibir como refuerzo un batallón de infantería y un regimiento de caballería, Caballero logro reunir 4500 hombres, con los que tenía que dar batalla a más de treinta mil brasileños.
Toda su artillería se componía de seis piezas volantes, a las órdenes del intrépido mayor Ángel Moreno.
¡El enemigo tenia más de cuarenta cañones!
Pero Caballero contaba con un elemento que no tenía el invasor, y que el solo valía por un ejército.
Caballero tenia a su lado al coronel Valois Rivarola, centauro de milagroso valor, "jinete alado y fiero", que dijera Juan de Dios Pesa.
Con un compañero así se podía dudar de la victoria, pero no era posible temer al peligro, ni desesperar ante la fuerza abrumadora del contrario.
Rivarola era un prodigio. No conocía el miedo y ejercía sobre el enemigo una extraña sugestión.
No acaudillaba a los soldados, peleaba entre ellos, o, mejor dicho, en medio de ellos.
Cada combate en que tomaba parte era un duelo singular para el.
Buscaba siempre medirse personalmente con sus contrarios, blandiendo su lanza o esgrimiendo su filosa y enorme espada.
Cuando era alférez y mandaba un destacamento avanzado en Chichi-Rugua, se precipito con diez soldados sobre sesenta jinetes del Regimiento San Martín, llegando el primero como un huracán, y destrozando a los argentinos antes que entraran en acción sus compañeros. Aquel día recibió dos ascensos seguidos. Tal fue su pasmoso heroísmo.
En Tuyutí hizo locuras increíbles al frente de sus regimientos atropellando trincheras, saltando sobre los cañones y dispersando a los artilleros a sablazos.
Siempre en cuantas acciones tomo parte, peleo así, como un suicida, pero con una extraña fortuna.
Y su fama fue creciendo por momentos, siendo uno de los héroes predilectos de nuestro pueblo.
Alto, rubio, tostado por el sol, de hercúlea musculatura, era una arrogante figura.
Los soldados le querían, con filial cariño, porque aquel fiero guerrero era, ante todo, un hombre ingenuo y bueno, que en las horas tranquilas no prometía virtudes marciales que le caracterizaban. En medio de sus tropas, no era un jefe, era un camarada siempre dispuesto a la tolerancia y al perdón, si bien celoso cumplidor de su deber.
En este sentido, tenia que ser el compañero y amigo predilecto del general Bernardino Caballero, con el que tenia tantas afinidades morales.
Y en efecto, los dos héroes se amaron, de tal modo, que llego un momento en el que uno era la prolongación del otro, formando juntos una perfecta unidad, de inapreciable valor.
Caballero, que no conoció la envidia, se sentía orgulloso de compartir con el su gloria, su prestigio y el amor de sus soldados llevándolo a su lado, desde el momento que lucio sus presillas de general, en todas las empresas que le encomendaron.
Así Rivarola fue su lugarteniente en la batalla de Ytororo.
Y así lo vemos ahora en el mismo puesto, al pie del puente del Avay.
Digamos ahora lo que ocurrió en aquel histórico lugar, para pasar a referir el fin de nuestro héroe.
Caballero que sabia lo que le esperaba, trato de distribuir sus tropas de la mejor forma posible, extendiendo su línea, de este a oeste, sobre el pequeño arroyo, defendiendo los tres pasos principales.
En el centro coloco su artillería y en los flancos su infantería y caballería. El batallón 40 y el regimiento 8 formaban su vanguardia. Y el regimiento 1° y el batallón 43 cubrían su retaguardia.
Los brasileños, entre tanto, salían de su estupor y proseguían de nuevo la marcha, pasando el 9 de diciembre frente a los paraguayos, para ir a la costa del río, donde se les incorporarían la numerosa caballería de Mena Barreto y del Barón del Triunfo, que acababan de llegar.
Y el 11 avanzo resueltamente el Marques de Caxias sobre nuestras posiciones.
El día había amanecido nublado y borrascoso. El calor era insufrible desde temprano, y todo aseguraba la proximidad de una tempestad.
AS las diez de la mañana los dos ejércitos estaban frente a frente, midiéndose amenazadores.
Caballero dirigió en aquel momento, una breve arenga a sus tropas. Y Rivarola, irguiéndose sobre sus estribos y agitando en alto su espada, dio dos vivas, una a la Patria y otra al Mcal. López.
Los gritos de entusiasmo de los paraguayos fueron interrumpidos por la artillería imperial.
Empezaba la batalla.
Cuarenta cañones vomitaron metralla sobre nuestras líneas y una gruesa columna se adelanto después sobre nuestro frente, mientras dos columnas de caballería iniciaban un movimiento envolvente por nuestros flancos.
El general Osorio en persona dirigía el ataque, marchando a cabeza de sus tropas con proverbial serenidad.
Y a todo esto, los nuestros no daban señales de vida. El silencio era completo en nuestras filas. Se diría que los paraguayos habían sucumbido, todos, bajo el fuego horrendo de los brasileños.
Pero no era así. Las bajas de Caballero eran insignificantes.
Su silencio respondía a otra causa.
Lo que buscábamos era que los imperiales se acercaran, así como venían en una columna cerrada, para batirlos con eficacia. Y así fue que solo cuando ya llegaban al puente rompió el fuego nuestra artillería y se inicio el crepitar de nuestra fusilería.
Bien pronto empezó las desmoralización del enemigo y el consiguiente retroceso. Pero Osorio, reforzando sus columnas, las lanzo de nuevo al ataque, sobre nuestros dos flancos. En nuestra derecha cruzaron fácilmente el Avay, tratando de cortarnos la retirada. Pero fracasaron en su intento, siendo arrollados por el regimiento 1° y por el batallón 43 que, como dijimos cubrían nuestra retaguardia.
En nuestra izquierda no fueron más felices. Allí esta Rivarola.
Osorio al ver retroceder por segunda vez sus soldados, se lleno de ira, ordenando nuevos asalto, después de reforzar nuevamente a los que se retiraban.
Esta vez los brasileños consiguieron cruzar el arroyo frente a nuestra izquierda, adelantándose al batallón 9° y el regimiento 15.
Rivarola los vio llegar impasible, ordenando al mayor Victoriano Bernal que les saliera al encuentro. Y este valeroso jefe, al frente del regimiento 8, cayo sobre ellos, acuchillándolos sin piedad, hasta obligarlos a desbandarse en una loca carrera..
Otros cuerpos, que intentaron el asalto a nuestra artillería, corrieron la misma suerte.
Fue entonces cuando Osorio, después de apelar a la suplica y al insulto, para hacer reaccionar a sus tropas acobardadas, se puso a la cabeza de ellas, encaminándose por delante hacia el puente y cayendo a poco andar, con la mandíbula destrozada por una bala.
Nueva confusión entre los brasileños.
Caxias empezaba a dudar de la victoria.
Pero en ese momento estallo la tempestad que se preparaba desde temprano, y una lluvia torrencial apago el fuego de nuestros cañones y de nuestros fusiles a chispa.
La caballería brasileña había cerrado el circulo que nos envolvía, y los paraguayos éramos fusilados sin defensa en el fondo del valle por la artillería enemiga.
Caballero ordeno entonces la retirada, formando con los soldados que le quedaban un gran cuadro, que fue retrocediendo lentamente, atacado por todos lados.
Valois Rivarola acaudillaba en persona en este momento los últimos jinetes de nuestra caballería. Oculto dentro del cuadro de retirada, salía a veces a la carga, estrellándose contra los nutridos regimientos imperiales. Y los brasileños retrocedían desmoralizados, batidos con empuje irresistible. Pero a corta distancia se reorganizaban para volver de nuevo, repitiéndose diez veces la misma escena en el espacio de una legua. En estos entreveros a lanza y sable, Valois Rivarola fue herido por una bala que le atravesó la garganta.
Ahogado por la sangre, continuó sin embargo, peleando, sin descansar un momento.
Aquella atroz herida hubiera tumbado al más fuerte, o, por lo menos lo hubiese inutilizado para la lucha. A Rivarola, lejos de abatirlo, le dio mayor entusiasmo, haciéndole delirar de heroísmo.
Inútilmente trato Caballero de retenerlo a su lado. Cubierto de sangre, iba y venia a la carga, solo o acompañado, repartiendo sablazos, abriendo camino al mermado cuadro, en cuyo centro flameaba todavía nuestra bandera.
¡Nada más conmovedor que aquella retirada!
Pocos episodios de nuestra guerra son tan patéticos como este.
¿Cómo mantenía organizado aquel pelotón heroico, atacado por sus cuatro costados y ametrallados por la artillería?
¡Milagros del patriotismo!
Y Caballero –“en quien revivía Cambrone”, al decir del historiador Arturo Montenegro- hubiera salvado el ultimo resto de su división si no hubiese encontrado en su camino un obstáculo insalvable “un charcón bastante hondo” – según el cronista de la”Estrella”- que no pudo pasar la artillería.
Inutilizados nuestros cañones antes de ser abandonados, el cuadro fue atacado por una fuerza irresistible, reduciéndose hasta no quedar en pie sino Caballero y su estado mayor.
¡Recién entonces termino la batalla!
Nuestra bandera, hecha pedazos, cayó, como gloriosa mortaja, sobre los últimos sacrificados.
Y Caballero, seguido de Rivarola y algunos pocos más, se abrió camino en medio de los apiñados regimientos imperiales, imponiéndose todavía a sus perseguidores.
Esa misma tarde se presentaron en el cuartel general, para dar cuenta de la batalla al Mcal. López.
Será mejor que oigamos aquí al cronista de la época, quien pinta así aquella entrevista:
“El joven general Caballero, que nunca ha sufrido contraste en tantas jornadas que le ha cabido dirigir, venia hondamente impresionado, y al presentarse a S.E. el mariscal López le dijo: “Señor, el enemigo nos ha concluido, pero tengo la satisfacción de asegurar a V.E. que todos nuestros valientes han caído honrosamente y se han conducidos como verdaderos héroes. Yo, y los pocos que me acompañan, lamentamos no haber corrido la misma suerte”. A lo que S.E. contestó: “Habéis cumplido vuestro deber y el Dios de los ejércitos premiara el heroísmo de tan virtuosos soldados. La Patria, entre tanto, tiene aun suficientes brazos para defenderse y ser libre”.
Tal fue la batalla de Avay, en la que comenzó la épica agonía de Valois Rivarola.
II
El 21 de diciembre de 1868 se movió el Marques de Caxias después de diez días de indecisión en Villeta.
En una semana habían perdido siete mil hombres y un centenar de oficiales, a mas de sus mejores jefes, entre ellos Argollo Ferrao, su mentor y el mas preparado de los generales brasileños. Y aun le quedaba el rabo por desollar, aun tenia enfrente al Mariscal López, cuyo solo nombre infundía pavor y de cuya omnímoda voluntad todo podía esperarse, aun lo inverosímil.
Y el viejo caudillo imperial no ignoraba que el tiempo era el mejor aliado de los paraguayos en aquellos momentos. Si demoraba en atacarles, se fortificarían en su nuevo frente, malogrando el admirable movimiento de flanqueo por el Chaco.
Avanzaron, pues los brasileños yendo a ocupar la cuchilla de Cumbarity, frente a la de Ita Ybate, donde López tenia su cuartel general.
Por fin, iba a darse la batalla definitiva, que decidiría la suerte de la guerra.
Para oponerse al enemigo, el Mariscal paraguayo no tenia sino cuatro mil hombres a lo largo de su extensa línea.
¡Cuatro mil contra treinta mil!
Pero ya veremos como hay hombres y hombres y como la aritmética de la guerra tiene sus caprichos, restando o sumando según sea el alma de los que van a entrar en acción.
A las tres de la tarde, después de un largo bombardeo, y realizado por la caballería el movimiento envolvente sobre nuestros flancos, comenzó el asalto sobre nuestro frente.
Tres caminos daban acceso a nuestro cuartel general, y por ellos cargaron los brasileños.
Durante horas resistieron nuestras líneas avanzadas, deteniendo la negra ola que llegaba.
Genes, que mandaba a la vanguardia, hizo prodigios, rechazando asaltos y mas asaltos, con un puñado de soldados.
Pero, por fin, los brasileños desbordaron por todas partes entrando victoriosos, sin encontrar enemigos.
Momento crítico para el Mariscal López que mandaba en persona la batalla.
¿Qué hacer?
Su única reserva eran los rifleros y los jinetes de su escolta.
Había que apelar a ellos para hacer el último esfuerzo desesperado.
El general Caballero recibió entonces la orden de reorganizar rápidamente las tropas que quedaban, lanzándola contra el enemigo que ya asomaba a cien metros de distancia.
Fue en ese supremo instante cuando pudo verse algo inesperado, que infundio nuevos brios a los paraguayos.
Llegaban los brasileños al cuartel general, junto al cual estaba a caballo el Mariscal López, cuando apareció tambaleando, apoyándose en su espada, Valois Rivarola.
Gravemente herido, devorado por la fiebre, agonizaba en el hospital de sangre sin que nadie ya le recordase, cuando vio llegar triunfante al enemigo.
¡No podía ser! Era imposible que permaneciera inactivo ante la audaz insolencia del invasor. Un hombre como el no podía morir inerme, degollado en su lecho, con la femenina resignación… Ensayo levantarse, pero un vértigo lo tumbo de nuevo. Llamo entonces a su asistente, pidiéndole que lo ayudase a vestirse. Y enseguida salio, resueltamente, dirigiéndose al lugar en el que estaba el Mariscal López.
A poco de andar una ola de vida corrió por sus venas y su pálido rostro comenzó a teñirse de carmín.
Sus ojos arrojaban chispas.
Dejo el brazo de su ayudante, desenvaino su espada y pidio que en el acto le trajeran su caballo.
¿Qué iba a hacer?
¿No estaba acaso, moribundo exangüe, febril, adolorido, con la garganta abierta por una enorme herida?
¿No se le había ordenado absoluto reposo como condición para que se salvara…?
Pero allí estaba el enemigo. Pisaba los umbrales del Cuartel General.
No había tiempo que perder.
Rivarola monto a caballo como pudo y grito que le siguieran los pocos jinetes que aun quedaban en pie.
Segundos después cargaba sobre los brasileños, llevándolos por delante, como en sus mejores días de heroísmo.
Rivarola se había transfigurado. El moribundo era otra vez el centauro, casi mitológico, de la gran epopeya paraguaya. Su brazo había recobrado su vieja energía y bajo los golpes de su espada saltaban las cabezas.
Pronto los brasileños sintieron la presencia del terrible enemigo, huyendo por todas partes a su encuentro.
Y el Mariscal López pudo ver como era conjurado el peligro y como el enemigo era rechazado por aquel fantasma.
Oscurecía cuando regreso Rivarola, casi solo.
Apenas se sostenía sobre el caballo.
Traía la cabeza entre las manos, abierta la frente por una nueva herida.
Bañado en sangre, jadeante, se presento todavía al Mariscal, para anunciarle que el enemigo había sido rechazado mas allá de nuestras líneas.
Después… cayo desvanecido en brazos de su fiel asistente, el sargento Joaquín González.
La energía humana tiene su límite.
Rivarola había agotado la fortaleza de su espíritu, sobreponiéndose triunfante a las miserias de la carne.
Pero ya no podía más. Apenas le quedaba un resto de vida.
Acababa de hacer lo que no hizo ningún héroe de la historia.
¡Los brasileños habían sido vencidos por una sombra!
III
Esa misma noche ordeno el Mariscal López que Rivarola fuera llevado a Cerro León para ser atendido allí, tan pronto fuera posible moverlo. Y el 23 de diciembre el practicante Juan Anselmo Patiño se encargaba de conducir al herido, cuya gravedad aumentaba por momentos.
A duras penas llegaron a nuestro primitivo campamento.
No había salvación para el héroe.
Vivía porque era inagotable su energía.
¡Pero ya era hora que su alma se rindiese!
En la noche del 25 de diciembre sucumbió, por fin, en toda la plenitud de sus facultades, despidiéndose de los que le rodeaban y enviando memorias a todos sus compañeros de armas.
Así murió el héroe de Paso Cardozo, el más gallardo jefe de nuestra caballería.
Solo hemos de recordar, para terminar, que cuando Rivarola abandono su lecho, para correr a la pelea, el jefe de la caballería enemiga, el Barón del Triunfo, se retiraba del campo de batalla, herido… ¡en un pie!
¡Que diferencia entre aquel “Murat brasileño” como le llamaban sus compatriotas, y el soldado sencillo que se llamo Valois Rivarola: el uno que se aleja acobardado por una lesión sin gravedad, y el otro que con la garganta atravesada vuelve a la pelea, y no se retira de ella sino después de verla terminada, a pesar de que los sesos se le escapaban por una nueva herida, que ha recibido en la lucha!.
¡He ahí, en esos dos hombres, la síntesis moral de dos razas y la mejor expresión de la psicología de dos pueblos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario